29 marzo 2005

La mordedura de Dios


Hay que interrogar a 'Los Demonios' de Dostoyevski. En esta obra inagotable se desarrolla el auténtico diálogo entre Nietzsche y Dostoyevski. El ingeniero Kirilov, que resuelve suicidarse por orgullo, lleva hasta el punto decisivo la partida decisiva, indefinidamente eludida hasta él. El pensamiento de Kirilov, al igual que el de Nietzsche, tiene el punto de partida en una meditación sobre Cristo y el destino del cristianismo. Cristo ha puesto a los hombres tras las huellas de Dios. Les ha permitido vislumbrar la eternidad. El impotente esfuerzo de los hombres recae sobre la humanidad y engendra el universo atroz de la trascendencia desviada.

Si no ha habido resurrección, si las leyes naturales no exceptuaron ni siquiera a Jesús, este ser incomparable, el cristianismo es nefasto. Hay que renunciar a la locura de Cristo, hay que renunciar al infinito. Hay que destruir el universo post-cristiano. Hay que instalar al hombre en el aquí-abajo demostrándole que su luz es la única luz. Pero no basta con negar a Dios de boquilla para deshacerse de él. Los hombres no pueden olvidar la fe del evangelio, esta ley de amor sobrehumano que su debilidad convierte en ley del odio. Delante de la ronda infernal de los Demonios, manchados de crímenes y de vergüenza, Kirilov reconoce la mordedura de lo divino.


René Girard, Mentira romántica y verdad novelesca, 247

El héroe sonámbulo



[Hoy en día] el no-deseo vuelve a convertirse en privilegio, como ocurría en el caso del sabio antiguo o del santo del cristianismo. Pero el sujeto deseante retrocede, amedrentado, ante la idea de la renuncia absoluta. Busca escapatarias. Intenta crearse un personaje en el cual la ausencia del deseo no sea penosamente conquistada. Lo hace sobre la anarquía de los instintos y de la pasión metafísica.

El héroe sonámbulo es la 'solución' de este problema. El no-deseo de este héroe no recuerda en nada al triunfo del espíritu sobre las fuerzas malvadas, ni la ascesis que predican las grandes religiones y los humanismos superiores. Recuerda más bien un embotamiento de los sentidos, una pérdida total o parcial de la curiosidad vital. Una gracia repentina desciende sobre el héroe baja forma de 'náusea' sin que se sepa bien por qué.

El alcohol, los estupefacientes, el dolor físico muy intenso, los abusos eróticos pueden destruir o embotar el deseo. El héroe alcanza entonces un estado de 'embrutecimiento lúcido' que constituye la última de las poses románticas. Evidentemente, este no-deseo no tiene nada que ver con la abstinencia y la sobriedad. Pero el héroe pretende realizar la indiferencia por mero capricho y casi sin darse cuenta, todo lo que los 'Otros' realizan por deseo. Este héroe sonámbulo respira la 'mala fe'. Intenta resolver el conflicto entre orgullo y deseo sin formularlo nunca claramente. El objetivo siempre es la autonomía divina, pero la dirección del esfuerzo se invierte. Sustentar toda la existencia en esta nada que se lleva consigo significa transformar la impotencia en omnipotencia, ensanchar la isla desierta del Robinson interior hasta las dimensiones del infinito. 'Quitadlo todo para que yo pueda ver'.

RENÉ GIRARD, Mentira romántica y verdad novelesca, 246 / foto: Jonathan Rys-Meyers en 'Match Point' de Woody Allen (2005)

Divina indiferencia


El romántico cree salvaguardar la autenticidad de su deseo reclamando para sí mismo el deseo más violento. El romanticismo contemporáneo parte del principio inverso. Son los 'Otros' quienes desean intensamente, ¡el héroe, es decir, el Yo, desea débilmente o incluso no desea en absoluto! Es el personaje que sabe que 'la aventura' no existe, es decir, que el deseo exótico, el deseo metafísico, siempre es decepcionante. Sólo tiene deseos 'naturales' y espontáneos, o, lo que es lo mismo, limitados, acabados y sin futuro. Sabe perfectamente que el deseo metafísico es lo que transfigura las cosas lejanas.

El primer romántico intentaba demostrar su espontaneidad, o sea su divinidad, deseando más intensamente que los 'Otros'. El segundo romántico intenta demostrar exactamente lo mismo por medios opuestos. Este cambió llegó a ser necesario a causa de la aproximación del mediador y de los progresos constantes de la verdad metafísica. Ya nadie cree, en nuestros días, en los hermosos deseos espontáneos. Detrás de la pasión frenética del primer romanticismo, los más ingenuos reconocen la silueta del mediador. Entramos finalmente en 'la era de la sospecha'.


René Girard, Mentira romántica y verdad novelesca, 243

22 marzo 2005

El deseo triangular


Si supiéramos analizar mejor nuestros amores, veríamos que con frecuencia las mujeres sólo nos gustan a causa del contrapeso de los hombres a los que tenemos que disputárselas, aunque suframos mortalmente por tener que hacerlo. Suprimido este contrapeso, decae el encanto de la mujer. Tenemos un ejemplo de ello en el hombre que, sintiendo debilitarse su gusto por la mujer que ama, aplica espontáneamente las reglas que ha descubierto y, para estar seguro de que no deja de amar a la mujer, la sitúa en un medio peligroso donde tiene que protegerla cada día.

Marcel Proust, La prisionera


21 marzo 2005

El yo aristócrata

La orgullosa subjetividad simbolista pasea sobre el mundo su mirada distraída. Nunca descubre en él nada tan precioso como ella misma. Así pues, prefiere el mundo y se desvía de él. Pero jamás se desvía con la suficiente rapidez como para que no descubra algún objeto. Este objeto se introduce en la conciencia como el grano de arena en la concha de la ostra. Una perla de imaginación se redondeará en torno a ese mínimo de realidad. Del Yo, y exclusivamente del Yo, saca su fuerza la imaginación. Para el Yo alza sus espléndidos palacios. Y el Yo se mueve en ellos con una dicha inefable hasta el día en que el pérfido Encantador realidad roza las frágiles construcciones del sueño y las reduce a polvo.

RENÉ GIRARD, Mentira romántica y verdad novelesca

19 marzo 2005

Nietzsche y el Holocausto


De todos los desastres de los dos últimos siglos, el más significativo es la destrucción sistemática del pueblo judío por el nacionalsocialismo alemán. Nada más corriente, sin duda, en la historia humana, que las matanzas. Pero el genocidio hitleriano es algo distinto. Y aunque se remita sin duda a la larga historia de las persecuciones antisemitas en el Occidente cristiano, esa nefasta tradición no lo explica todo. Los nazis se apoyaban en el pensador que descubre la vocación victimaria del cristianismo en el plano antropológico: Friedrich Nietzsche.

Nietzsche fue el primer filósofo que comprendió que la violencia colectiva de los mitos y los ritos (todo lo que él llamaba 'Dioniso') es del mismo tipo que la violencia de la Pasión. La diferencia, según él, no estriba en los 'hechos', sino en su interpretación: "Dioniso y el Crucificado: ésta es realmente la oposición".

Para desacreditar a lo judeocristiano, Nietzsche se esfuerza en demostrar que su toma de posición en favor de las víctimas tiene sus raíces en un mezquino resentimiento. Señala que los primeros cristianos pertenecían, sobre todo, a las clases inferiores, y los acusa de simpatizar con las víctimas para satisfacer su resentimiento contra el paganismo aristocrático. La famosa 'moral de los esclavos'.

Ciego ante el mimetismo y sus contagios, Nietzsche no puede comprender que, lejos de proceder de un prejuicio de los débiles frente a los fuertes, la toma de posición evangélica constituye la resistencia heroica al contagio de la violencia, representa la clarividencia de una pequeña minoría que osa oponerse al monstruoso gregarismo del linchamiento dionisíaco.

Creo que no es casual que el descubrimiento explícto por Nietzsche de lo que Dioniso y la crucifixión tienen en común, y de lo que los separa, preceda en tan poco tiempo a su definitivo hundimiento.Para librarse de las consecuencias de su propio descubrimiento, el filósofo se refugió en la locura.

Enterrar la moderna preocupación por las víctimas bajo innumerables cadáveres es la manera nacionalsocialista de ser nietzscheano. Una interpretación, se dirá, que habría horrorizado al infortunado Nietzsche. Es probable. Compartía con muchos intelectuales de su tiempo y del nuestro la pasión por las exageraciones irresponsables. Para su desgracia, los filósofos no están solos en el mundo. Los rodean auténticos orates que a vecen les juegan la peor de todas las pasadas: los creen a pies juntillas.


René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, 227