20 abril 2005

Crisis, crimen, criterio, crítica


Nunca se reprocha a las minorías religiosas, étnicas o nacionales su diferencia propia, se les reprocha que no difieran como es debido, y, en última instancia, que no difieran en nada. Los extranjeros son incapaces de respetar las ‘auténticas’ diferencias. Carecen de modales o de gusto, según los casos. No captan lo realmente diferencial. No es bárbaro quien habla otra lengua sino quien confunde las únicas distinciones realmente significativas: las de la lengua griega.

Incluso en las culturas más cerradas, los hombres se creen libres y abiertos a lo universal. Su carácter diferencial hace que se vivan desde dentro como inagotables los campos culturales más estrechos. Todo lo que compromete esta ilusión nos aterroriza y despierta en nosotros la tendencia inmemorial a la persecución. Esta tendencia adopta siempre los mismos caminos, la concretan siempre los mismos estereotipos, responde siempre a la misma amenaza. Contrariamente a lo que se repite a nuestro alrededor, nunca es la diferencia lo que obsesiona a los perseguidores y siempre es su inefable contrario, la indiferenciación.

Los estereotipos de la persecución son indisociables y resulta un hecho notable que la mayoría de las lenguas no los disocien. Crisis, crimen, criterio, crítica, provienen todos de la misma raíz, del mismo verbo griego, ‘krino’, que no sólo significa juzgar, distinguir, diferenciar, sino también acusar y condenar a una víctima.


René Girard, ‘El chivo expiatorio’, 34

13 abril 2005

Desenterrando la cruz


Santa Elena mandó demoler el templo de Venus y arar el solar. Terminadas estas operaciones, Judas se arremangó la túnica, tomó un azadón y comenzó a cavar con gran fuerza y profundidad en aquel terreno, y cuando hubo excavado una especie de pozo, al seguir ahondando en el fondo del mismo, a unos veinte pasos de distancia con relación a la superficie exterior del suelo, descubrió tres cruces, las rescató y las llevó ante la reina. Para discernir cuál de ellas fuese la de Cristo, y evitar su confusión con las de los dos ladrones, la emperatriz mandó que las tres fuesen colocadas en un lugar público, en medio de la ciudad. Santa Elena esperaba confiadamente que de algún modo maravilloso habría de manifestarse la gloria del Señor.

No quedó defraudada porque, a la hora de nona, pasó por la plaza en que se hallaban expuestas las tres cruces un cortejo fúnebre formado por numerosas personas que acompañaban el féretro de un joven al que llevaban a enterrar. Judas detuvo a los portadores del difunto e hizo que el cadáver fuese depositado sucesivamente sobre las tres cruces. Colocado el cuerpo del muerto sobre la primera y sobre la segunda cruz, no ocurrió nada. Pero en cuanto lo pusieron sobre la tercera, el difunto inmediatamente resucitó.


Santiago de la Vorágine, La leyenda dorada (siglo XIII), La invención de la santa cruz, 287

El paseo de la tarde


Una de las cosas que más encantan a los viajeros cuando cruzan España es que si preguntan a alguien en la calle donde está una plaza o edificio, con frecuencia el preguntado deja el camino que lleva y generosamente se sacrifica por el extraño, conduciéndolo hasta el lugar que a éste interesa. Yo no niego que pueda haber en esta índole del buen celtíbero algún factor de generosidad, y me alegro de que el extranjero interprete así su conducta. Pero nunca al oírlo o leerlo he podido reprimir este recelo: ¿es que el compatriota preguntado iba de verdad a alguna parte?

Porque podría muy bien ocurrir que, en muchos casos, el español no va a nada, no tiene proyecto ni misión, sino que, más bien, sale a la vida para ver si las de otros llenan un poco la suya. En muchos casos me consta que mis compatriotas salen a la calle por ver si encuentran algún forastero a quien acompañar.


José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, 70